sábado, 27 de enero de 2018

EL RELATO DEL FIN DE SEMANA: CUANDO TODAVIA ERAMOS JOVENCITOS




NOTA:

Lo que sigue, son sólo unas memorias,
 parte de mis memorias.
Conmigo había otros jóvenes que
seguramente comparten todo o parte del texto.
Es una señal de mi estima por vosotros.  



Sí, me refiero a nuestros 13, 14, 15 y 16 años, años en que los adultos no nos hacían caso porque ya no éramos niños, pero tampoco nos admitían en su círculo, porque éramos inmaduros: “las conversaciones entre mayores son para mayores”, decían.

Años en que la rebeldía ante esa distancia, nos empuja a buscar el refugio en la banda de amigos, una entidad sin nombre, que perdurará, para siempre, como La Cuadrilla.

Como grupo, La Cuadrilla va tomando posición y anidando en algunos lugares cercanos ó con un cierto imán, ya sea por el entorno ó por el ambiente de camaradería que se crea ó que se pueda establecer. Ya fuera el muelle, el parque, el campo de la iglesia, la propia calle,… en nuestro caso, finales de los sesenta, es la sala de juegos de Isabel y Guiller en el Ojillo, frente al inicio de la calle Araba (entonces 18 de Julio).

Ya antes, hubo una sala de juegos de la calle Guipuzcoa (entonces Calvo Sotelo), pero sólo tenía futbolines y duró poco tiempo abierta. Mi recuerdo va para el encargado, ¿Millán? -no recuerdo su nombre-, que pasaba el tiempo muerto comiendo algarrobas a mordiscos, no pipas ó regaliz. Y traigo de mi memoria que intentábamos engañarle con el truco de la peseta, que ¡había entrado, claro!, pero no se abría la compuerta de las bolas.

Algunas veces picó. O eso nos pareció. Ya digo que duró poco. A saber si fue a causa de las pesetas ausentes. No fueron tantas.

Pero, en el local de Isabel y Guiller, entrando a la derecha, había una sinfonola, una wurlitzer, en la que sonaban GET BACK -Beatles-, TOMORROW -Bee-Gees-, los The mama´s & the papa´s y hasta QUÉ SERÁ de José Feliciano y las máquinas de bola, los “petacos”, colocadas en batería en el mismo lado.

En el centro, los futbolines marcando el pasillo hacia lo profundo, hacia la zona de billares y ping-pong, donde se citaban los más añosos, donde se fumaba a escondidas. A la izquierda de la puerta, el mostrador, en que repartían las bolas, la tiza, los tacos, las palas y pelotas,… y algún refresco y donde cobraban por el uso, al final de las partidas.

Jugábamos a billar de tres bolas, blanca, amarilla y roja, el billar francés, donde el objetivo era hacer carambola con la bola propia. Llegaron a ser repetidas tacadas de seis carambolas, más los expertos, y, a veces jugábamos al pierde/paga. La escasa liquidez monetaria, a veces, nos hacía jugar por parejas - dos por bola -, pero alguno de nosotros podía permitirse usar un taco en exclusiva. Eso sí, lo pagaba él.

“La sala” estaba situada en tierra del solar que fue de la clínica Sabin, en un edificio nuevo. En ese escenario, pasábamos mucho del tiempo libre que dejan los estudios, ahí se aprendía lo que no explicaban en casa. Y se asimilaba, no por la advertencia paterna sino por la experiencia de la escasez monetaria en el bolsillo, que la paga semanal no era de goma y que no se estiraba, había que administrar, repartir, la carencia. Vamos, que vivimos los “recortes” con casi cincuenta años de anticipación.

Mi primera semanada fue de dos pesetas, lo que llegaba para el TBO y alguna golosina. Más tarde, la edad, la inflación, la situación general,… facilitaron que ese dinero fuera aumentando en cantidad y con catorce/quince años ya llegaba para ir a La Florida, o a Las Llanas, al partido; y después, para ir al cine o al Txitxarrillo y para poco más en los días escolares de la semana siguiente.

Lo de ir a San Mamés, no estaba a nuestro (mi) alcance, porque para eso, éramos pequeños. ¡Ah!, pero para ir al Instituto de Bilbao desde los once años, a cumplimentar el papeleo académico, esa misma edad no había sido problema. Eran puntos de vista opuestos y poco entendibles viniendo de la misma persona.

El baile del Txitxarrillo fue nuestra iniciación al contacto cercano con chicas de nuestra edad. Eso sí, siempre vigilando que no se acercara el de la banderita para cobrarnos. No tengo muchos recuerdos de esos bailes. Yo bailaba poco. No sé si porque todavía no me afeitaba o porque no tenía atractivo.

El paso por los 16/17 años, marca la separación casi total con la tribu familiar, la búsqueda de nuevos amigos con un hobby, un entretenimiento compartido, bien fuera el fútbol, los sellos, el frontón, la montaña,… y se amplía el circulo de afectos con personas de otros barrios distintos. Esos años son los de la asistencia dominical a los guateques, algunos organizados por sociedades, otros, privados. Algunos con luz, otros con el fulgor de la resistencia de la calefacción que, eso sí, estaba vuelta hacia la pared para que no nos molestara el calor.

Dando tiempo al tiempo, va creciendo el radio de relación, hasta llegar a muchos kilómetros de casa. Un radio que, visto en personas de nuestro entorno, no era mayor de dos kilómetros, se nos multiplica por mil, y más, en la siguiente  generación.

De eso, no hablábamos en las tertulias que hacíamos en el asiento de la izquierda de la puerta de la Sala, donde asentábamos nuestros culos para charlas a la fresca y, en esas chácharas, hablábamos de futbol, de la liga que organizaba Javier Ayus -que publicaba LA PRENSA, una hoja ciclostilada con los resultados de los partidos entre equipos de los diferentes barrios-, de las novias que nos esperaban, de las trastadas que habíamos hecho y los castigos que nos habían acarreado, del precio de los cigarros sueltos en el puestillo de TAL, de lo buenos que eran el ANTILLANA, el CARABELAS, el rubio CHESTER o el mentolado PIPER,… vamos, de lo que entendíamos, temas culturales dentro de nuestro alcance.

En Portugalete, en Abaro, también estaba la Sala de Juegos de Desi. Algún rato ya pasamos en ella, si. Eran los 16 y 17 años y nuestro tamaño era aceptable para acceder a ella. Además, por la cercanía del Cine Java, nos venía muy bien para pasar los ratos previos a la película que queríamos ver ese domingo.

El Java era algo más caro y pedía mayor sacrificio al bolsillo, por lo que las partidas de billar en ese lugar no pudimos prodigarlas tanto. Era un salón de billares más que una sala de petacos. De ahí, recuerdo que, en la sinfonola, sonaban incesantemente los Fórmula V -CUENTAME-. No sé si por afición de la clientela ó del encargado.

Hubieron pasado muchos días y, llegados los 18, ya vendíamos la imagen de mayor, por lo que dejamos de frecuentar esos sitios. Lo cual no quiere decir que cesáramos para siempre en jugar la partida de billar; simplemente, cambió el enfoque: llegó un momento en que mi alejamiento hizo que la Sala de Juegos se convirtiera en lugar de encuentro para una partida de nostalgia a mi vuelta.

Bien, para finalizar debo decir que relacionarnos en esos recintos no hizo de nosotros un grupo de pandilleros. Ese era el miedo de nuestros padres. No lo fuimos.



MARTIN


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